Cuaresma 3

 EL CRUCIFIJO
TU CABEZA


Muevo los ojos y los detengo en tu cabeza, Jesús. Es la parte superior de tu ser. La doblas, Jesús, sobre tu pecho, como una azucena ajada por el sol sobre su tallo: el peso de la ciencia del mal dobla tu frente. Veo tu rostro, Cristo, como oculto y despreciado con la vergüenza del linaje humano.

Aunque te veo dormido de dolor y sufriendo todo el pesar del mundo, te tuteo con todos los casos de la segunda persona de singular. Sólo tú conoces el mal en sus raíces; a ti te pesa, pues te lo apropias. Con tu visión de amor nada se te escapa, te vistes de pecado y, al perdonar al hombre, no te perdonas a ti mismo, el único sin pecado; tomaste sobre ti la triste ciencia amarga del bien y del mal y poblaste el cielo de almas que arrancaste al mundo, ladrón de energías.

Así, humillado y degradado, eres “el más hermoso de los hombres” (Sal 45, 3) como cuando Pedro vio tu rostro resplandeciente en el Tabor. Tu rostro me enseña a mí todo cuanto mi corazón necesita para acercarme a mis hermanos más débiles y vulnerables.

Me basta mirar, Maestro, a tu cabeza para que se me apague mi inmenso orgullo y se encienda en mí el deseo de ser humillado. Me estremezco, Señor, cuando pienso que yo mismo te he escupido en tu rostro, y que he arrojado sobre ti la basura de mis deseos negativos. Oigo con sorpresiva admiración la primera palabra de tus labios en la cruz: “Padre, perdónale ...”. ¡Gracias Señor por tu perdón!
 

P. Félix Ramos, c.p.